jueves, 31 de diciembre de 2015

Iréne Némerovsky y la justicia literaria

En la literatura, por cuestiones azarosas,  porque el destino no se olvida de remar, o bien porque hay personas que empujan silenciosamente,  se producen milagros que devuelven la relevancia a artistas que lo merecen. Es el caso de Iréne Nemeróvsky, escritora de fama reconocida en su tiempo, la primera mitad del siglo XX, pero un tanto olvidada posteriormente. La publicación póstuma en 2004, 62 años después de su muerte en un campo de concentración nazi, de su novela Suite Francesa, donde retrata los horrores de la Segunda Guerra Mundial, hizo que mucha gente la  descubriera y la incluyeran en su lista de escritores favoritos.
Irene era hija única de una familia ucraniana de origen judío. Nació en Kiev, el 11 de febrero de 1903. Su padre era negociante y banquero y amasó fortuna. Su madre era una mujer frívola obsesionada con la belleza. Aunque desde bien niña lo tenía todo a nivel material, siempre arrastró un gran déficit afectivo. La madre se desentendió de las labores de madre e Irene tuvo que protegerse manteniendo la distancia. Sus relaciones siempre fueron frías. A su padre lo admiraba y lo quería pero por viajes de negocios casi nunca estaba en la casa.
Desde niña demostró tener un carácter especial. Unas navidades le regalaron una muñeca importada desde Francia con todos sus complementos, tras desenvolver el papel de regalo, comenzó a llorar a lágrima tendida. Pensaron que se había emocionado y que estaba cansada y la enviaron a dormir. Solo su institutriz sabía que estaba afectada seriamente. Irene lo podía comprender de su madre, la muñeca era un reflejo de la niña presumida que siempre quiso tener, pero le costaba aceptarlo por parte del padre, con el que mantenía conversaciones que deberían haberle indicado su precocidad. Irene prefería libros a muñecas.
La institutriz le enseñó el idioma que luego se convertiría en su lenguaje de expresión artística: el francés (la institutriz era de esa nacionalidad). Por lo tanto sus lenguas maternas fueron el ruso y el francés, pero llegó a hablar fluidamente 7 idiomas, aparte de los mencionados: finlandés, sueco, inglés, español e italiano. Una vez tuvieron unas vacaciones de un par de meses en París y la niñera se sintió orgullosa porque Irene ya demostró hablar el idioma local con buen acento y estilo,  en poco tiempo de contacto con otros niños lo perfeccionó todavía más.


Con diez años se mudaron a San Petesburgo. Dejaron su acomodada casa burguesa sobre ligeras colinas en Kiev por un apartamento de lujo en un palacio al lado del río Neva. El padre prosperaba. Cuando la niña vio el derroche de fastuosidad de la casa le preguntó inocentemente: Papá, te va bien en los negocios, ¿verdad? Irene nunca sintió San Petesburgo como su ciudad, aunque tuvo sus buenos momentos. Pensaba que para amarla había que nacer en ella y la veía como una ciudad bella pero fría y artificial.
Eran los albores de la Gran Guerra y la Revolución rusa y la presión sobre los judíos aumentó. Comenzaron los pogromos. Así que se mudaron a Moscú donde pensaron que estarían mejor. Pero la cosa empeoró. El padre comprendió que no solo su fortuna estaba en juego, sino la vida de su familia. Así que una noche madre e hija abandonaron el país vía Finlandia, en tren, vestidas de campesinas, donde el padre al tiempo se reuniría con ellas. Allí estuvieron instalados varios meses en un hotel junto a más refugiados. Luego fueron a Estocolmo, donde vivieron 4 meses. Finalmente se subieron a un buque carguero para viajar a París fondeando antes en Inglaterra. El viaje fue de lo más accidentado, diez días de inacabable tormenta que casi hunde el barco. Aquí tenemos una anécdota que habla del ingenio y el humor de Irene. Todos los pasajeros estaban escondidos pero ella descubrió con orgullo que no mareaba, y se fue con el padre al bar del barco, eran los únicos presentes, más el barman polaco que tocaba el piano para pagarse el viaje. Padre e hija estaban  achispados y ella le dijo que puestos a morir, mejor hacerlo ante la grandeza de la  naturaleza, que aplastados por un piano que, además, no era de cola. Subieron a cubierta y se amarraron al mástil. Irene comenzó a recitar poesía metafórica que conocía sobre  el océano. Fue una especia de locura jubilosa. El mar todavía se embraveció más y el capitán se acercó a encomiarles que por favor regresaran a cabina. En la mañana posterior el tiempo amainó un poco y llegaron a Inglaterra. Al día siguiente llegaron a Francia. Irene tenía 16 años y se instalaba en el que ya siempre seria su país de adopción.
En dos años se puso al día en bachillerato, había perdido uno por los acontecimientos de su país de origen. Luego quiso estudiar letras en la Sorbona. Su gran secreto era ser escritora. No lo sabía absolutamente nadie. Por supuesto su madre puso el grito en el cielo y se negó, decía que las marisabidillas ahuyentaban pretendientes para casarse. El padre le recomendó estudiar derecho, luego podía vincularla al negocio si lo deseaba. Pero era bondadoso con ella, finalmente le dejó estudiar lo que quería. Empezó a salir del cascarón. Hizo amistades y coqueteó con el otro sexo. Irene era de las que se tomaban con calma los dos primeros trimestres, no frecuentaba mucho las clases, y apretaba en el último. Finalmente aprobó la carrera con buena nota. Con 23 años conocería a su marido, Michel Epstein, un joven ingeniero ruso, de origen judío, que trabajaba en la banca.
Con 17 años Irene enviaba cuentos y escritos a una revista literaria bajo seudónimo que,  para su alegría, no solo aceptaban sino pagaban (fue la primera vez que se sintió escritora). El director quiso conocerla. Irene se presentó en las oficinas y éste quedó sorprendido, no se esperaba una chica tan joven, aparentaba 15 o incluso menos. Pero Irene no quiso darse a conocer, no quería que sus padres se enterasen,  y el director durante varios años colaboró publicando y guardando el secreto de su identidad. Con 26 años le pasó algo similar pero con su primera gran novela, David Golder, que cuenta la vida de un magnate  judío de las finanzas internacionales, toda una epopeya. Envió el manuscrito a una editorial bajo seudónimo, por miedo al fracaso. Irene estaba a punto de parir a su primera hija, Denise, así que durante varios meses estuvo recluida. Cuando se recuperó y abrió el buzón, se encontró montón de cartas de la editorial, el director había quedado maravillado. Incluso llenaron periódicos con mensajes pidiendo a la misteriosa persona del manuscrito David Golder se presentara lo más rápido posible. Cuando finalmente lo hizo, el director quedó perplejo. Se imaginaba a un escritor, un hombre maduro, con antigua profesión de economista quizás, y se encontró con una muchacha morena, risueña y algo tímida de solamente 26 años, que aparentaba tener bastante menos, porque todos los que conocieron a Irene están de acuerdo en que aparentaba menos edad de la que realmente tenía. Esta novela la catapultó a la fama, fue encumbrada como gran escritora en lengua francesa (los franceses se sentían orgullosos de que alguien  no  nacida en el país dominara magistralmente su idioma como ella hacía) y elogiada por críticos muy dispares. La obra fue llevada al teatro y al cine y en ambos medios triunfó. A partir de ahí se convirtió en una escritora de éxito, a la que no le faltaba contratos, y que solía publicar, mínimo, una novela por año, aparte de colaborar como articulista en diferentes publicaciones literarias.
En 1937 nació su segunda hija, Elizabeth. Para entonces la vida para Irene y su familia se había complicado mucho. El nazismo había triunfado en Alemania e invadía Europa. Pidió la nacionalización francesa, pero no se la concedieron. Le prohibieron publicar, tuvo que hacerlo con seudónimo gracias a que su última editorial se comportó con complicidad. Pero solo podían ingresarle dinero en una cuenta bancaria bloqueada, sin posibilidad de retirar dinero; buscaron estratagemas, ingresando por medio de otras personas, pero todo resultaba difícil y arriesgado. El marido fue expulsado del trabajo. La situación económica se les complicaba. El matrimonio salió de París y se fue a vivir con las dos hijas a un pueblo rural de Francia, donde sobrevivían con la estrella amarilla cosida al pecho, en buena medida, gracias a la ayuda de los vecinos. Por la correspondencia de Irene sabemos que anteriormente tuvo posibilidades de salir de Francia. A comienzos de la década de los años 30 se avecinaban nubarrones oscuros, algunos supieron  vislumbrarlo, como su padre, que intentó convencerla en vano para que se fuera a vivir con él a Norteamérica.  Unos años más tarde,  una amiga le animó a escapar por Suiza, cuando todavía era posible. Volvió a rechazar la idea. Lo irónico es que a Irene le condenó su amor por Francia. Se sentía a gusto en el país, lo sentía como suyo  y amaba su lengua. Pero esto no le salvó, sino todo lo contrario. En una de sus últimas anotaciones, íntima y desgarradora, manifestó: "¡Dios mío, que hace conmigo este país!".

El 11 de julio de 1942 escribe una carta a su director literario en Albin Michel, en la que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos. "Querido amigo... piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo". 

El 13 de julio los gendarmes franceses llaman a la puerta de los Némerovsky y apresan a Irene. El 16 de julio es internada en el campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Finalmente muere el 17 de agosto de 1942 a la edad de 39 años.
Durante varios meses el marido intenta una imposible salvación. Escribe a amigos, editores, consulados, militares y  políticos para intentar rescatar a Irene. Incluso pide permiso para sustituirla en el camp de trabajo. No comprende que la deportación significaba la muerte, o simplemente no sabía vivir sin su amada esposa. Michel es arrestado en octubre de 1942. Muere en Auschwiz el 6 de noviembre.
A continuación fueron a por las dos hijas en la escuela. Pero milagrosamente la maestra consigue esconderlas. Quedan bajo la custodia de una amiga íntima. La gendarmería francesa no tenía nada mejor que hacer que perseguir niñas para entregárselas a los nazis. Durante varios años las acosan implacablemente, ellas huyen refugiándose en conventos, en sótanos y en internados con nombres falsos. En su huida siempre llevan, conservando como en oro en paño, una maleta con las últimas pertenencias de su madre: documentos, notas y su famoso cuaderno dorado. Incluso lo utilizan como almohada.
Finalmente lograron salvarse. La tutora les llevó a la casa de la abuela, que vivía en Niza, pero no se dignó ni a abrir la puerta. Les gritó desde el otro lado: "¡Si sus padres han muerto, deben ir a un orfanato!".
Durante muchos años fueron incapaces de leer el cuaderno, pensaban que sería un diario íntimo y les resultaba doloroso enfrentarse a ello. A finales de siglo XX se animaron. La hermana mayor, Denise, con una lupa grande, ya que estaba escrito con letra muy pequeña para aprovechar el papel que escaseaba en aquella época, emprendió una larga y difícil labor de descifrado. Lo que encontró le sorprendió y emocionó a partes iguales. Contenía una novela sobre la guerra que iba a tener gran impacto.
Suite Francesa.
Suite Francesa es la obra más ambiciosa de Iréne Némirovsky, y lo hizo en las peores condiciones posibles. Por sus cartas y notas se sabe que la trabajó en sus dos últimos años de vida, cuando estaba confinada en el pueblo francés, se levantaba temprano y caminaba varios kilómetros hasta llegar a un gran árbol, bajo el cual se sentaba y escribía en un cuaderno, con letra diminuta como hemos comentado para ahorrar papel. Luego volvía a su casa al atardecer. Fue una mujer única y especial, es inaudito abstraerse y componer una obra de tal calibre con la presión que tenía encima y con el miedo que estaba pasando. Sin duda era una escritora nata.
Es una novela incompleta pero al mismo tiempo completa. Me explico. La idea de Irene era hacer una gran obra, de unas mil páginas, dividida en cinco partes, por eso el nombre, Suite: es una composición musical compuesta por varias partes. Su idea era hacer obras independientes, dinámicas, pero unidas por un todo común, como una gran sinfonía. Pero solo pudo acabar dos. Eso si, las partes acabadas son autosuficientes.
La novela está sustentada por una gran estructura. La primera parte se llama Tempestad en junio. A través de breves postales, relata la huida despavorida de París de sus habitantes, burguesía mayormente, ante la inminente llegada de las tropas nazis. Delante de nosotros desfilan diferentes personas, superponiéndose equilibradamente, con alto ritmo, ofreciendo así una visión cercana del alma humana y del horror que vivió la población civil que, a su vez, sumado, nos aporta una imagen global. Sufrimos con ellos, lloramos, reímos, nos asustamos, vivimos la mezquindad, lo abyecto, también lo mejor.
Otra cuestión a resaltar es la calidad de su prosa. Es muy elegante y concisa. Otros escritores son más densos para tratar temas tan complejos, pero Irene tiene facilidad para hacerlo con pocas palabras, con breves pinceladas, sin perder belleza ni profundidad. Entretiene, su prosa es adictiva, comienzas a leer y ya no puedes parar, pero al mismo tiempo emociona y hace reflexionar. Utiliza un narrador impersonal, omnisciente, cuenta con objetividad lo que ocurre, por lo que sacamos nuestras propias conclusiones. 
También llama la atención que el manuscrito casi no contiene tachaduras ni borrones, algo admirable debido a la complejidad de la trama y a la cantidad de personajes.
La segunda parte, llamada Dolce, es una novela y trata el después de la invasión, la ocupación del ejército nazi de un pueblo de la Francia rural. Aparecen algunos personajes de la primera parte. Aquí vivimos la difícil situación que provoca este hecho y las relaciones que se establecen entre soldados y población civil. Algunos mandos ocupan casas francesas conviviendo con sus inquilinos, la mayoría mujeres con hermanos o maridos ausentes por estar enrolados en el ejército francés, por ser prisioneros del enemigo o por estar muertos. Un tema muy sensible que Irene trata brillantemente.
Por desgracia no pudo completar el libro, pero se sabe algunas de sus ideas. La tercera parte se llamaría Cautividad, repetirían algunos personajes y se situaría en París. La cuarta parte se llamaría Batallas y la quinta La Paz. Esa era la idea pero nunca sabremos con certeza como se hubiese desarrollado porque como ella misma escribió al respecto: "En cuanto a las dos últimas (partes), es un secreto que solo Dios conoce y por el que yo pagaría lo que fuera". De lo que  no me queda ninguna duda es que hubiese sido monumental, aún así lo que queda es magnífico, un grandioso fresco, una de las mejores obras literarias sobre  la Segunda Guerra Mundial.

Casi toda la obra de Iréne Némerovsky está traducida al español. 

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