En la literatura, por cuestiones
azarosas, porque el destino no se olvida de remar, o bien porque hay
personas que empujan silenciosamente, se producen milagros que devuelven
la relevancia a artistas que lo merecen. Es el caso de Iréne Nemeróvsky, escritora de fama reconocida en su tiempo, la primera mitad del siglo XX,
pero un tanto olvidada posteriormente. La publicación póstuma en 2004, 62 años
después de su muerte en un campo de concentración nazi, de su novela Suite Francesa,
donde retrata los horrores de la Segunda Guerra Mundial, hizo que mucha gente
la descubriera y la incluyeran en su lista de escritores favoritos.
Irene era hija única de una familia ucraniana de origen
judío. Nació en Kiev, el 11 de febrero de 1903. Su padre era negociante y
banquero y amasó fortuna. Su madre era una mujer frívola obsesionada con
la belleza. Aunque desde bien niña lo tenía todo a nivel material, siempre
arrastró un gran déficit afectivo. La madre se desentendió de las labores de
madre e Irene tuvo que protegerse manteniendo la distancia. Sus relaciones
siempre fueron frías. A su padre lo admiraba y lo quería pero por viajes de
negocios casi nunca estaba en la casa.
Desde niña demostró tener un carácter especial. Unas
navidades le regalaron una muñeca importada desde Francia con todos sus
complementos, tras desenvolver el papel de regalo, comenzó a llorar a lágrima tendida. Pensaron que se había
emocionado y que estaba cansada y la enviaron a dormir. Solo su institutriz
sabía que estaba afectada seriamente. Irene lo podía comprender de su madre, la
muñeca era un reflejo de la niña presumida que siempre quiso tener, pero le
costaba aceptarlo por parte del padre, con el que mantenía conversaciones que
deberían haberle indicado su precocidad. Irene prefería libros a muñecas.
Con diez años se mudaron a San Petesburgo. Dejaron su acomodada
casa burguesa sobre ligeras colinas en Kiev por un apartamento de lujo en un
palacio al lado del río Neva. El padre prosperaba. Cuando la
niña vio el derroche de fastuosidad de la casa le preguntó inocentemente: Papá,
te va bien en los negocios, ¿verdad? Irene nunca sintió San Petesburgo como su
ciudad, aunque tuvo sus buenos momentos. Pensaba que para amarla había que
nacer en ella y la veía como una ciudad bella pero fría y artificial.
Eran los albores de la Gran Guerra y la Revolución rusa y la
presión sobre los judíos aumentó. Comenzaron los pogromos. Así que se mudaron a
Moscú donde pensaron que estarían mejor. Pero la cosa empeoró. El padre
comprendió que no solo su fortuna estaba en juego, sino la vida de su familia.
Así que una noche madre e hija abandonaron el país vía Finlandia, en tren,
vestidas de campesinas, donde el padre al tiempo se reuniría con ellas. Allí
estuvieron instalados varios meses en un hotel junto a más refugiados. Luego
fueron a Estocolmo, donde vivieron 4 meses. Finalmente se subieron a un buque
carguero para viajar a París fondeando antes en Inglaterra. El viaje fue de lo
más accidentado, diez días de inacabable tormenta que casi hunde el barco. Aquí
tenemos una anécdota que habla del ingenio y el humor de Irene. Todos los
pasajeros estaban escondidos pero ella descubrió con orgullo que no mareaba, y
se fue con el padre al bar del barco, eran los únicos presentes, más el barman
polaco que tocaba el piano para pagarse el viaje. Padre e hija estaban
achispados y ella le dijo que puestos a morir, mejor hacerlo ante la
grandeza de la naturaleza, que aplastados por un piano que, además, no era
de cola. Subieron a cubierta y se amarraron al mástil. Irene comenzó a recitar
poesía metafórica que conocía sobre el océano. Fue una especia de locura
jubilosa. El mar todavía se embraveció más y el capitán se acercó a encomiarles
que por favor regresaran a cabina. En la mañana posterior el tiempo amainó un
poco y llegaron a Inglaterra. Al día siguiente llegaron a Francia. Irene tenía
16 años y se instalaba en el que ya siempre seria su país de adopción.
En dos años se puso al día en bachillerato, había perdido
uno por los acontecimientos de su país de origen. Luego quiso estudiar letras
en la Sorbona. Su gran secreto era ser escritora. No lo sabía absolutamente
nadie. Por supuesto su madre puso el grito en el cielo y se negó, decía que las
marisabidillas ahuyentaban pretendientes para casarse. El padre le recomendó
estudiar derecho, luego podía vincularla al negocio si lo deseaba. Pero era bondadoso con ella, finalmente le dejó estudiar lo que quería. Empezó a salir del
cascarón. Hizo amistades y coqueteó con el otro sexo. Irene era de las que se
tomaban con calma los dos primeros trimestres, no frecuentaba mucho las clases,
y apretaba en el último. Finalmente aprobó la carrera con buena nota. Con 23
años conocería a su marido, Michel Epstein, un joven ingeniero ruso, de origen
judío, que trabajaba en la banca.
Con 17 años Irene enviaba cuentos y escritos a una revista
literaria bajo seudónimo que, para su alegría, no solo aceptaban sino
pagaban (fue la primera vez que se sintió escritora). El director quiso
conocerla. Irene se presentó en las oficinas y éste quedó sorprendido, no se
esperaba una chica tan joven, aparentaba 15 o incluso menos. Pero Irene no
quiso darse a conocer, no quería que sus padres se enterasen, y el
director durante varios años colaboró publicando y guardando el secreto de su
identidad. Con 26 años le pasó algo similar pero con su primera gran novela, David Golder, que cuenta la vida de
un magnate judío de las finanzas internacionales, toda una epopeya. Envió
el manuscrito a una editorial bajo seudónimo, por miedo al fracaso. Irene
estaba a punto de parir a su primera hija, Denise, así que durante varios meses
estuvo recluida. Cuando se recuperó y abrió el buzón, se encontró montón de
cartas de la editorial, el director había quedado maravillado. Incluso llenaron
periódicos con mensajes pidiendo a la misteriosa persona del manuscrito David
Golder se presentara lo más rápido posible. Cuando finalmente lo hizo, el
director quedó perplejo. Se imaginaba a un escritor, un hombre maduro, con
antigua profesión de economista quizás, y se encontró con una muchacha morena,
risueña y algo tímida de solamente 26 años, que aparentaba tener bastante
menos, porque todos los que conocieron a Irene están de acuerdo en que
aparentaba menos edad de la que realmente tenía. Esta novela la catapultó a la
fama, fue encumbrada como gran escritora en lengua francesa (los franceses se
sentían orgullosos de que alguien no nacida en el país dominara
magistralmente su idioma como ella hacía) y elogiada por críticos muy
dispares. La obra fue llevada al teatro y al cine y en ambos medios triunfó. A
partir de ahí se convirtió en una escritora de éxito, a la que no le faltaba
contratos, y que solía publicar, mínimo, una novela por año, aparte de
colaborar como articulista en diferentes publicaciones literarias.
En 1937 nació su segunda hija, Elizabeth. Para entonces la
vida para Irene y su familia se había complicado mucho. El nazismo había
triunfado en Alemania e invadía Europa. Pidió la nacionalización francesa, pero
no se la concedieron. Le prohibieron publicar, tuvo que hacerlo con seudónimo
gracias a que su última editorial se comportó con complicidad. Pero solo podían
ingresarle dinero en una cuenta bancaria bloqueada, sin posibilidad de retirar
dinero; buscaron estratagemas, ingresando por medio de otras personas, pero todo resultaba difícil y arriesgado. El marido fue
expulsado del trabajo. La situación económica se les complicaba. El matrimonio
salió de París y se fue a vivir con las dos hijas a un pueblo rural de Francia,
donde sobrevivían con la estrella amarilla cosida al pecho, en buena medida,
gracias a la ayuda de los vecinos. Por la correspondencia de Irene sabemos que
anteriormente tuvo posibilidades de salir de Francia. A comienzos de la década
de los años 30 se avecinaban nubarrones oscuros, algunos supieron
vislumbrarlo, como su padre, que intentó convencerla en vano para que se fuera
a vivir con él a Norteamérica. Unos años más tarde, una amiga le
animó a escapar por Suiza, cuando todavía era posible. Volvió a rechazar la
idea. Lo irónico es que a Irene le condenó su amor por Francia. Se sentía a
gusto en el país, lo sentía como suyo y amaba su lengua. Pero esto no le
salvó, sino todo lo contrario. En una de sus últimas anotaciones, íntima y
desgarradora, manifestó: "¡Dios mío, que hace conmigo este país!".
El 11 de julio de 1942 escribe una carta a su director literario en Albin Michel, en la que no deja ninguna duda sobre su certeza de que no sobreviviría a la guerra que los nazis habían declarado a los judíos. "Querido amigo... piense en mí. He escrito mucho. Supongo que serán obras póstumas, pero ayuda a pasar el tiempo".
El 13 de julio los gendarmes franceses llaman a la puerta de los Némerovsky y apresan a Irene. El 16 de julio es internada en el campo de concentración de Pithiviers, en el Loiret. Al día siguiente la deportan a Auschwitz en el convoy número 6. Finalmente muere el 17 de agosto de
Durante varios meses el marido intenta una imposible
salvación. Escribe a amigos, editores, consulados, militares y políticos
para intentar rescatar a Irene. Incluso pide permiso para sustituirla en el camp de trabajo. No comprende que la deportación significaba
la muerte, o simplemente no sabía vivir sin su amada esposa. Michel es
arrestado en octubre de 1942. Muere en Auschwiz el 6 de noviembre.
A continuación fueron a por las dos hijas en la escuela.
Pero milagrosamente la maestra consigue esconderlas. Quedan bajo la custodia de
una amiga íntima. La gendarmería francesa no tenía nada mejor que hacer que
perseguir niñas para entregárselas a los nazis. Durante varios años las acosan
implacablemente, ellas huyen refugiándose en conventos, en sótanos y en
internados con nombres falsos. En su huida siempre llevan, conservando como en
oro en paño, una maleta con las últimas pertenencias de su madre: documentos,
notas y su famoso cuaderno dorado. Incluso lo utilizan como almohada.
Finalmente lograron salvarse. La tutora les llevó a la casa
de la abuela, que vivía en Niza, pero no se dignó ni a abrir la puerta. Les
gritó desde el otro lado: "¡Si sus padres han muerto, deben ir a un
orfanato!".
Durante muchos años fueron incapaces de leer el cuaderno,
pensaban que sería un diario íntimo y les resultaba doloroso enfrentarse a
ello. A finales de siglo XX se animaron. La hermana mayor, Denise, con una lupa
grande, ya que estaba escrito con letra muy pequeña para aprovechar el papel
que escaseaba en aquella época, emprendió una larga y difícil labor de
descifrado. Lo que encontró le sorprendió y emocionó a partes iguales. Contenía
una novela sobre la guerra que iba a tener gran impacto.
Suite Francesa.
Suite Francesa es la obra más ambiciosa de Iréne Némirovsky,
y lo hizo en las peores condiciones posibles. Por sus cartas y notas se sabe
que la trabajó en sus dos últimos años de vida, cuando estaba confinada en el
pueblo francés, se levantaba temprano y caminaba varios kilómetros hasta
llegar a un gran árbol, bajo el cual se sentaba y escribía en un cuaderno, con
letra diminuta como hemos comentado para ahorrar papel. Luego volvía a su casa
al atardecer. Fue una mujer única y especial, es inaudito abstraerse y componer una obra de tal calibre con la presión que tenía encima y
con el miedo que estaba pasando. Sin duda era una escritora nata.
Es una novela incompleta pero al mismo tiempo completa. Me
explico. La idea de Irene era hacer una gran obra, de unas mil páginas,
dividida en cinco partes, por eso el nombre, Suite: es una composición musical
compuesta por varias partes. Su idea era hacer obras independientes, dinámicas,
pero unidas por un todo común, como una gran sinfonía. Pero solo pudo acabar dos.
Eso si, las partes acabadas son autosuficientes.
La novela está sustentada por una gran estructura. La
primera parte se llama Tempestad en junio.
A través de breves postales, relata la huida despavorida de París de sus
habitantes, burguesía mayormente, ante la inminente llegada de las tropas
nazis. Delante de nosotros desfilan diferentes personas, superponiéndose
equilibradamente, con alto ritmo, ofreciendo así una visión cercana del alma
humana y del horror que vivió la población civil que, a su vez, sumado, nos
aporta una imagen global. Sufrimos con ellos, lloramos, reímos, nos asustamos,
vivimos la mezquindad, lo abyecto, también lo mejor.
Otra cuestión a resaltar es la calidad de su prosa. Es muy
elegante y concisa. Otros escritores son más densos para tratar temas tan
complejos, pero Irene tiene facilidad para hacerlo con pocas palabras, con
breves pinceladas, sin perder belleza ni profundidad. Entretiene, su prosa es
adictiva, comienzas a leer y ya no puedes parar, pero al mismo tiempo emociona
y hace reflexionar. Utiliza un narrador impersonal, omnisciente, cuenta con
objetividad lo que ocurre, por lo que sacamos nuestras propias
conclusiones.
También llama la atención que el manuscrito casi no contiene
tachaduras ni borrones, algo admirable debido a la complejidad de la trama y a
la cantidad de personajes.
La segunda parte, llamada Dolce, es una novela y trata el después de la
invasión, la ocupación del ejército nazi de un pueblo de la Francia rural.
Aparecen algunos personajes de la primera parte. Aquí vivimos la difícil
situación que provoca este hecho y las relaciones que se establecen entre
soldados y población civil. Algunos mandos ocupan casas francesas conviviendo
con sus inquilinos, la mayoría mujeres con hermanos o maridos ausentes por
estar enrolados en el ejército francés, por ser prisioneros del enemigo o por estar muertos. Un tema muy sensible que Irene trata brillantemente.
Por desgracia no pudo completar el libro, pero se sabe
algunas de sus ideas. La tercera parte se llamaría Cautividad,
repetirían algunos personajes y se situaría en París. La cuarta parte se
llamaría Batallas y la quinta La Paz.
Esa era la idea pero nunca sabremos con certeza como se hubiese desarrollado
porque como ella misma escribió al respecto: "En cuanto a las dos últimas
(partes), es un secreto que solo Dios conoce y por el que yo pagaría lo que
fuera". De lo que no me queda ninguna duda es que hubiese sido
monumental, aún así lo que queda es magnífico, un grandioso fresco, una de las
mejores obras literarias sobre la Segunda Guerra Mundial.
Casi toda la obra de Iréne Némerovsky está traducida al español.
Casi toda la obra de Iréne Némerovsky está traducida al español.
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